Alguna vez tuve un sueño donde los muros eran de carne -la carne palpitaba-. Y yo habitaba en los olores dulces de los ríos y los árboles vivos -que se acariciaban-. En ese sueño conocí a un niño que venía del futuro; tenía la piel gris, los dedos largos y los ojos separados, pequeños. Los millones de años de existencia lo habían separado de cualquier cosa que nosotros podríamos haber llamado humano.
El niño no hablaba, no lo precisaba. Sus pensamientos volaban como truenos que golpeaban con fuerza los silenciosos recovecos vacíos en mi cráneo. Por antojo decidió hacer aparecer un avión de papel -dorado- en el que escribió la sentencia: "debemos confíar" y sin esfuerzo dejó en los brazos del viento la tarea de usarlo para romper -hacer cenizas- el empire state.